29.8.08

14.8.08

Romance de la pena roja

Gracias a la pirata Lorencilla hoy he recordado mi infancia. Entre las muchas travesuras que hice y de las cuales aún traigo conmigo las marcas, hay una que pasé muchos años escondiendo de mi familia, y que dije la verdad de lo sucedido ya hasta que habíamos dejado Ixtepec y tenía un par de años (o más) viviendo en Querétaro.
Un domingo por la tarde nos estabamos alistando para ir a misa en familia, como dios manda. Yo me metí a bañar, pero antes había visto una película de vaqueros. Creo que tendría unos 8 ó 9 años, y el baño de mi casa era muy grande; al entrar estaba un lavabo, después la regadera y al fondo la taza de baño. Yo me llevé un paraguas al baño e influenciada por la peli (no recuerdo cuál era y me gustaría) empecé a jugar bajo la lluvia. El lavabo era el balcón de la chica guapa de mi peli, la regadera era el espacio de la calle enfrente de mi casa y la taza del baño era el caballo del guapísimo vaquero. Total que iba yo de un lado para el otro brincado del lavabo a la lluvia y de la lluvia al caballo. Oh, sí nena, quieres dar una vuelta conmigo? Ah, no, no puedo salir, no me lo permiten, y parpadeaba mil veces por segundo. Está lloviendo, no me puedo mojar. Ah, nena vamos, sólo daremos un pequeño paseo.. Y así llevaba ya un buen rato cuando de pronto, al brincar de nuevo a mi balcón, éste no resistió más y ahí va la bella dama con paraguas y nubes en la cabeza a dar al piso, el lavabo estrellado en pedacitos y el agua saliendo a chorros por la tubería. Me recuerdo a mí misma gritando y salir gateando del baño llena de sangre y colgarme del cuello de mi mamá como un changuito tembloroso. Mi hermano con el ruido salió corriendo pensando que era un temblor, de los comunes en Oaxaca, mi papá salió a alcanzarlo antes de que se estampara en el portón. Mi hermana se quedó en el pasillo viendo la escena y después buscó una tina para que ahí cayera el agua.
Mi mamá me tenía cargada y no sabían ni por dónde empezar la curación. Nadie entendía qué había pasado.
De esa aventura del oeste saqué tres dedos, las rodillas, una pierna y una nalga heridas. Me pusieron café en las cortadas y me ataron los dedos. Ahí vamos, un domingo por la noche, en un pueblo, a buscar un doctor. El único que encontramos no tenía suficiente anestesia y debió elegir entre mis dedos y mi nalga para adormecer. Ya no recuerdo dónde puso la anestesia, pero recuerdo muy bien el trapo gris que me dieron para morder y la mano de la enfermera que yo apretaba. Me cosieron los tres dedos centrales de la mano derecha y la herida en la nalga también derecha. La pierna y las rodillas no necesitaron puntos. Yo juré y volví a jurar esa noche que jamás volvería a hacer travesuras, que llevaría por siempre en mi cuerpo las marcas que me recordarían lo que no debía hacer y lloraba y lloraba como una magdalenita asustada. Por supuesto que a la semana ya andaba yo abriendo el portón cancelado de la casa con pinzas y desarmador.
Después del remiendo, fuimos a casa de mi abuelita María y me acuerdo que estaban mis tios y primos también. Ahí lo verdaderamente vergonzoso: a ver?? qué te pasó? a ver las heridas! en los dedos? y la nalga? y ahí Verita enseñando la mano, la pierna, las rodillas y bajandome los shorts para exhibir mi preciosa cicatriz en la cola.
Durante una semana no fui a la escuela, y cuando me preguntaban que me había pasado decía que me había cortado con un cuchillo, que me había cortado los dedos y al caerse me corté la pierna. Lo de la nalga no lo explicaba porque pensarían que este cuchillo era más inteligente que la bala solitaria que mató a Kennedy.
Durante años en mi casa me preguntaban qué había pasado en realidad pero no solté prenda. Mi secreto del romance entre el vaquero y la dama rouge bajo la lluvia me lo pensaba llevar a la tumba, pero lo evitó una de esas tardes familiares en que todo va tan bien, que uno cuenta hasta sus más secretas boberías.

8.8.08

57 días y 56 noches

Intento cumplir una promesa que hice esta tarde.
Han pasado 55 días desde que mamá murió, mismos que a ratos de alargan hasta el infinito, y de súbito se desvanecen como minutos apresurados. Sigo con la sensación de irrealidad en el cuerpo y en la mente. [Mi terapeuta quizá me diría que aún sigo en la primera fase del duelo, la incredulidad, por ello no tocamos el tema. Nadie tiene prisa por sanar]

Llevo tres noches sin medicación, suspensión voluntaria. En su lugar intento atrapar el sueño moviendo muebles, cargando cajas con libros y discos, tirando enormes bolsas de basura, pitando paredes de rojo obsesivo, tirando muros, abriendo ventanas. Mi cuerpo se cansa, pero mi mente sigue el galope desbocado hacia mis recuerdos. Las noches pasadas abrazando a mi madre como si fuese un bebé, acurrucada en mis brazos, recargada en mi pecho, mientras comiamos paletas de limón y naranja, regresan a mi lado, pero no encuentran mis brazos su cuerpo y sus ojos negros no me miran más con su infnita ternura. Duele.

El terapeuta dice que no debo exigirme lo que no soy capaz de darme por ahora, que viva mi duelo y me tome el tiempo necesario para llorar y estabilizarme de nuevo. Mi prisa por poner una sonrisa en mi rostro. Mi ansiedad por buscar nuevos medicamentos, nuevas terapias, cualquier aguja que se clave tanto en mí que me haga olvidar el dolor de saberla muerta. La extraño.

He pensado en beber de nuevo, en emboracharme hasta cantar a gritos la canción ´para los muertos que aprendí en mi pueblo. Guendanabani xianga sicarú, ne gasti tú, riu ganda laa. Nada sirve. Sólo el tiempo, que como dice Bunbury, no es un doctor.