11.11.08

un barquito de cáscara de nuez


El fin de semana pasé, quizá, mis más novedosas horas en el agua. Se siente bien no tocar la tierra. Se siente bien estirar las piernas, las puntas de los dedos y no rozar la arena. Se siente bien estar a más de un metro de distancia de la orilla. Se siente bien moverse en el agua y flotar, avanzar un poco, retroceder, volver a avanzar, dar una pequeña vuelta, irse familiarizando con el agua, con el fondo lejano y mover los brazos uno tras otro. Por primera vez no pasé todo el tiempo viendo sólo cómo los demás se divierten y nadan, claro, aún no crucé un lago, aún no nado sola, pero el hecho de moverme un poco más libre fue ma-ra-vi-llo-so! Me tenía fascinada la sensación del agua al mover las piernas y no tocar nada, la sensación de perder el miedo y alejarme de la orilla, queriendo dentro de poco poder avanzar más. Sin miedo, contenta, a salvo.

Estar ahí, en esa agua, flotando y sin tocar fondo me hizo recordar las veces que casi me ahogo en el ojo de agua de Ixtepec por no saber nadar y no usar chaleco salvadidas. Dos veces. También me hizo pensar en mi recién adquirida orfandad. Quizá por la cercanía con el agua tengo ahora una representación visual de mí misma respecto a la falta de mis padres. Me siento como si de pronto me hubiesen lanzado a lo más profundo del mar, de noche, sin orillas cercanas o siquiera visibles, sin saber nadar, sin chaleco salvavidas ni llantita para flotar. Y mi trabajo es respirar ahí, mantenerme a flote. Nadar y salvarme. Tengo la sensación de no tener tiempo para tener miedo, aunque miedo tengo y mucho; si me tardo en lograr flotar me ahogaré; si me tardo en aprender a nadar en el mismo instante, me ahogaré. Y así me siento, queriendo mantenerme a salvo, sin hundirme, queriendo salvarme, nadar y llegar a alguna orilla.
Esta recién adquirida orfandad sólo puede llevarme a dos puntos: en el primero vencen el miedo y la ausencia, la tristeza, la falta de voluntad y coraje, me ahogaré irremediablemente, me hundiré por siempre en la desesperación y el llanto, en la dependencia de mis muertos. En el segundo, tendré que volverme un pez y nadar en un segundo, tendré que volverme cocodrilo, entrar y salir a tierra y agua indistintamente; tendré que mutar de inmediato, volverme un ser independiente, vivo, que estira la espina y levanta la cara, que mira al mundo como el sobreviviente de su propia tragedia.
Hay días en los que gana terreno el desasociego y quiero que todo termine, que la soledad termine, que la ausencia termine, que el llanto termine, que los años terminen.
Hay días, sin embargo, en los que quiero que la libertad no termine, que las piernas no se cansen, que la risa me persiga y la vida me contagie.

Un día, estaré parada en una de esas dos orillas que por ahora siguen un poco distantes. En la noche, mientras camino, no puedo ver bien cuál de las dos esta´más cerca y hacia cuál de ellas me dirijo. Lo hago a ciegas un poco, algunas veces con auxilio de luciernagas.

Un día estaré parada en una de esas dos orillas, y el tiovivo de mi corazón habrá llegado al final de un camino.

Mientras, sigo moviendo las piernas, jalando todo el aire que pueden guardar mis pulmones y sigo. Floto. Camino.